Pasar el verano con esta familia ha sido tan sorprendente como duro. En nuestro Club de Lectura Hora de Té&Libros, elegimos este texto pensando, ingenuamente, que sería una historia fresca, con un tono de comedia de enredo, ligera y apropiada para el calor y la playa. Nada más lejos de la realidad. Inquietante, desconcertante, demoledora. Estos son los ejes sobre los que basamos el comentario el pasado jueves 22 de Septiembre en Agapea Granada (C/ Puentezuelas, 28).
Simplificar la trama con un “familia ricachona y snob francesa unida en matrimonio con político inglés y un hijo enfermo” sería falso y podría llevar a confusión. Es cierto, que los miembros del club hemos observado que la “guerra” entre la cultura francesa o afrancesada y la británica es evidente. Que la autora haya nacido en Londres seguro que ha tenido su impronta en el desarrollo de la historia. Aunque dicen que lo representado aquí refleja las antípodas de los papeles que le dieron como la reconocida actriz que fue.
Una mujer que desempeñó su carrera profesional en el mundo del teatro y el cine y que, por desgracia, no fue famosa por esta increíble novela. Una vez más estamos tremendamente agradecidos a Impedimenta por su labor editorial y por su compromiso con los autores y la calidad literaria.
De hecho, algo que no tenemos claro los miembros del club, es si el mantener tantas frases en francés ha sido un error de traducción, o por el contrario, pretendía contribuir a esa sensación de incomunicación y de poder, pues Los Sioux no tienen por qué expresarse en otras lenguas que no sea la suya: ¡Que aprendan francés los demás!. Por mi parte, me inclino en esta dirección.
Ahora bien, que esa fue su profesión, que creció entre personajes, máscaras e imposturas, le ha servido para lograr una carga teatral en los diálogos difícil de leer en otras historias. Las voces son tan fluidas que no desconciertan, a pesar de no saber muchas veces quién habla, o si alguien lo ha dicho en alto o ha sido un aparte o un diálogo interior. Mantiene al lector con el foco de atención bajo, casi permanente, con un ritmo farragoso, que puede dificultar la lectura general. En ocasiones, incluso, parece que el personaje se dirige a nosotros, como una mirada a cámara.
Esa sensación de ruido, especialmente en las escenas alrededor de la mesa o en los encuentros sociales, no distorsiona el avance narrativo de la novela. Muy al contrario ayuda a generar esa sensación de inquietud y de angustia, pues uno de los temas principales que enganchan y hacen padecer a los lectores, es saber si el niño (“el gatito”) morirá.
“¡Está dispuesto a luchar como un tigre para mantener su opinión, pero al primer roce con la autoridad, se derrumba! (…) No tiene nada de aguante, solo la característica obstinación de los débiles. (…) ¡Pequeña basura!” (p.145).
Esto nos lleva a otro de los temas claves: la enfermedad, o su tratamiento, o su diagnóstico. Prefiero llamar a este conjunto de conceptos: la clínica. Hacen ya demasiadas horas que leí a Foucault, y no pecaré en este artículo de intentar dar la impresión de que conozco su pensamiento y su obra. Sin embargo, algo me caló de lo leído en relación a los dispositivos de control, tales como las escuelas o los hospitales. Pero esta sería una reflexión que trasciende el texto, así que sencillamente apuntarla, para una posible lectura profunda o temática.
Lo que sí podemos destacar es esa situación de debilidad y de cuidados demoledores en la que vive (o se desvive) el “petit” de la casa: futuro heredero de la fortuna de los Benoir, y marcado por la enfermedad (quizás endogámica) de su ralea: una anemia que le quita el apetito y el color del rostro. Mimí, su madre biológica, que en otros cuentos habría sido su madrastra por como lo trata, pondrá todo su empeño (y su poder, extremadamente violento como hija de esclavistas, aún en posesión de su látigo) en obligar a su hijo a que coma y que viva, haciendo dudar al lector de si lo suyo es “amor maternal” o “interés comercial”.
“Mi hijo vivirá para heredar todas las propiedades de los Benoir que le correspondan. (…) Me aseguraré de que George se cure asumiendo todo lo que ello implique, Vincent. (…) Estoy decidida a que se cure, y lo que él opine de la cura no tiene ninguna importancia.” (p.93-94).
Un adultocentrismo salvaje, como todo en ella: su belleza, su frialdad y su crueldad. Una maternidad que remueve al lector y le compromete con esa idea heredada y heteronormativa de lo que deben de sentir las mujeres al ser madres: solo desearán estar con su hijo, quererle, cuidarle, abandonar su desarrollo individual y responsabilizarse del control y buen hacer del hogar (sea a través de sus criados en este caso dada su posición económica y social).
En relación a esto, quiero nombrar un libro reciente, cuya lectura espero publicar en las próximas semanas: “Madres arrepentidas. Una mirada radical a la maternidad y sus falacias sociales”, de la socióloga Orna Donath, publicado por Reservoir Books, y que indaga en la dimensión del tabú, desactiva los dictados sociales y deja que las madres hablen por sí mismas.
En cualquier caso, las prácticas de Mimí son extremas, mezcladas siempre con su condición de rica y de francesa, al argumentar a Vincent, su nuevo y tercer marido, su derecho a ser incomprendida y respetada. Y es que para esta familia las personas no son un fin en sí mismo, son medios o meros objetos a su servicio. Son trofeos para lucir o de los que pavonearse, ni siquiera para sentirse orgullosos, pues esta emoción requiere un mínimo de reconocimiento del otro, y ellos son los únicos, los mejores, no existe nadie más:
“Los Sioux son una pandilla con un aspecto estupendo, piensa Bienville con orgullo. Estarán fantásticos en su boda y arrasarán a los De Grenier de un modo maravilloso. Y el bellaco puede quedarse tranquilito y en silencio en algún rincón, como un mueble victoriano”. (p.352).