Siempre he pensado en lo que ocurre en nuestro cabeza… O mejor dicho en nuestra mente-alma-cuerpo… Siempre lo he pensado, decía, como un jardín. En las visualizaciones de las meditaciones, sin embargo, la mayoría de las veces he paseado por un bosque, de hecho un bosque invernal, con su nieve, sus árboles desnudos y su cabaña con chimenea y fuego, al más puro estilo tradicional.
Esta imagen está en la misma galería que el escenario de la obra de teatro para familias “El bosque de Coco”, de La buena compañía, que tuvimos la suerte de ver el pasado jueves 26 de diciembre de 2024 en el Teatro Calderón de Motril, dentro del Festival Motríteres. Añado todos estos detalles de fecha y lugar a esta reseña porque el tema que ha llamado mi atención más de este espectáculo fetén ha sido la memoria.
Como podéis imaginar, no os hago spoiler si os cuento que Coco es la niña protagonista y lo que ocurre en su mente está representado por una escenografía preciosa de un bosque, con títeres en forma de raposo que son sus ideas recurrentes -y un poco acosadoras- junto con otros personajes principales, que lógicamente son su madre y su padre. O mejor dicho, los recuerdos que de ellos tiene.
Desde la película Memento, es difícil hablar de recuerdos pensando en registros, pues como dijo el protagonista, más bien son interpretaciones. En “El bosque de Coco” además, la ilusión de la niña se recrea en la posibilidad de cambiarlos y afectar así a su nueva situación, que no desvelaré en este texto. Lo que sí nombraré es el grandioso caracol que pasea por escena del que cada caracola traerá una pizca de memoria. Este es un símbolo acertado para referirse a la lentitud en el procesamiento y el rastro que dejan las vivencias en nuestra psique.
A pesar de ser un espectáculo familiar, es aconsejable siempre respetar las indicaciones de las compañías en términos de edad. Esta obra, tanto a nivel argumental como simbólico, es elaborada y precisa una atención y un silencio sagrado para disfrutar plenamente de la belleza de la música y la danza de los personajes. Dicho de otra manera: los bebés se pueden asustar o distraerse, y corremos el riesgo además de escuchar algún familiar explicando de más lo que no debería ser explicado.
Si algo valoro más de La buena compañía es su respeto a la infancia y al público. Es cierto que la edad, mejor dicho, las circunstancias vitales ya pasadas sirven como referente necesario para interpretar ciertas dramaturgias. Sin embargo, eso no significa que el público infantil no sea capaz de comprender y apreciar temas serios, profundos, complicados o que vayan más allá del viaje del héroe. Ya es tiempo de tratar a las nuevas generaciones como se merecen. Seguro que nos sorprenderán. Como lo hizo de hecho una pequeñaja que había en un asiento cercano que cuando Coco se relaciona con una Coco igual vestida pero con una máscara de más mayor, dijo: “Ella es su corazón”.
En este sentido, desde Uguburú, las asociación de LIJ (Literatura Infantil y Juvenil) a la que pertenezco, animamos a todas las personas escritoras a arriesgarse. Y a las producciones de espectáculos, igualmente. Desde mi humilde punto de vista, no es necesario recurrir a una voz infantilizada en la grabación, pues la forma de moverse del personaje y la propia historia son ya signos suficientemente representativos de la edad de Coco, en este caso.
Ahora que sólo puedo aplaudir cada recurso escénico. En particular, el momento de rabia, que no contaré tampoco aquí, es brutal. La suerte es que podréis verlo en la siguiente representación del 15 de enero en el Teatro Alhambra. Igualmente acertadas son las máscaras, que permiten enfocar en cada movimiento corporal y distinguir ese doble interior, que aconseja y acompaña y bien podría ser la conciencia.
Así que con todo esto, recomiendo ir a esta y a todas las producciones de La buena compañía, pues son obras de arte. Así las han definido maestras de estética que han acompañado mi formación. En particular y desde su genial sentido del humor, fue Fernando Castro, profesor mío en la Universidad Autónoma de Madrid, quien dijo que para clasificar una obra como pieza artística tenías que aceptar ponerla en tu salón (en el caso de un cuadro) y nunca, jamás, ser la misma persona antes y después de contemplarla. Mi familia y yo coincidimos en que escenas como la modificación de brazos y gestos, del enfado al abrazo, ya forman parte de nuestro catálogo de memoria de pasajes teatrales a los que referirse.