A veces duele escribir algunas reseñas pero el imperativo categórico kantiano obliga a hacerlo. Este va a ser el caso de La distancia que nos separa, de Maggie O’Farrell. Lo cual es otro argumento para defender una idea que cada vez se hace más fuerte dentro de mí, a saber, que el criterio de leer todo lo que ha escrito una autora porque nos ha gustado un libro suyo no siempre funciona. De hecho, puede ser contraproducente porque al fin y al cabo, quien escribe lo hace como respuesta a una pulsión obsesiva. Leer distintas historias de la misma pluma es leer una y otra vez sobre esas densidades de su imaginación.
De la misma manera que digo esto, afirmo que he leído todo lo que ha escrito Neil Gaiman, por ejemplo, y que, aunque obviamente hay diversas texturas y registros, calidades y sensaciones, como conecto tantísimo con sus obsesiones, no sólo no me molesta, sino que me encanta. Lo malo de La distancia que nos separa en particular es que ha sido una tremenda decepción. Y lo siento de veras, porque la Maggie O’Farrell que será en Hamnet o en Retrato de casada, ya estaba en este libro, como advirtió Silvia, una de las lectoras del club la Hora de Té&Libros el pasado miércoles 15 de mayo en la librería Un mundo feliz.
Así que el mayor rumor de la sesión fue este, el de la decepción. Sin embargo, no lo era tanto con la autora como con la editorial. Y aquí lo vuelvo a sentir de nuevo, porque Libros del Asteroide es una editorial excelente que cuida sus ediciones y su catálogo. Pero los últimos títulos han sido un tropezón en nuestra andadura como lectoras. El anterior, Las despedidas, de Jacobo Bergareche, también supuso una lectura tediosa, anclada en arquetipos planos y restregados, con una historia que hacía aguas por todos lados, donde los personajes no eran coherentes y lo único que salvaba la experiencia era la banda sonora incluida en las referencias.
La decepción es un sentimiento difícil de contrarrestar. De igual modo, la pérdida de la confianza. Esta es un cristal fino y frágil que, al romperse, cuesta mucho recomponer. Cuando votamos leer La distancia que nos separa esperábamos encontrarnos con esa mirada feminista, atenta a los detalles, que rompe el tiempo narrativo con escenas geniales ralentizadas por la descripción de lo oculto a la atención trepidante del día a día y a la estructura patriarcal. Efectivamente, este es un texto escrito en 2003 y por eso Maggie O’Farrell “está aprendiendo a ser ella misma”, como dijo Silvia. La traición la encontramos en los créditos de la edición pues el copyright lo sitúa en 2013. ¡Ay! Ese “1” que sobra, ¡cuánto nos ha dislocado!
Esos 10 años habrían supuesto una superación de volver a narrar situaciones donde se romantiza el maltrato machista, con un final que no se sostiene y que decepciona cualesquiera que fueran las expectativas, con un título que no encuentra justificación o se diluye en las posibilidades, como suele ocurrir con las autoras principiantes que no se deciden a eliminar temas o pasajes de su obra escrita. Insisto: el lenguaje cinematográfico, está, así como la belleza de construir una historia coral desde distintos lugares, geográficos y de sujetos. Incluso hay referencias a la “nacionalidad compuesta”, con padres y madres de distintos orígenes, que apunta maneras, pero se queda en un suspiro creativo.
La distancia que nos separa nos ha recordado a Marian Keyes. Una literatura entretenida y que jugó su papel a finales de los 90 y principios del siglo XXI. Una lectura que hicimos hace 20 años y que, como íbamos sin expectativas, no nos disgustó. Pero en esta ocasión, el encuentro esperaba ser sagrado y ha sido un desengaño. Hemos experimentado el desencanto. Para ser sincera, también ha habido voces de reconocimiento en la medida en que la historia podría reflejar situaciones que se corresponden con la miseria de la realidad. Pero esta lectura, sitúa a la ficción en la crónica más en la potencia de apertura de mundos. Y no justifica, en cualquier caso, la pobreza narrativa de la novela.