Miedo en modo ON. Gracias a la potente escritura de Mariana Enríquez en los relatos terroríficos recopilados en Las cosas que perdimos en el fuego, he vuelto a sentir pavor en las noches oscuras y en la soledad no elegida. Recomiendo leer todo lo que escriba esta autora, aunque implique transitar el horror, la culpa y el escalofrío.
Siempre evito leer literatura de terror porque no puedo controlar mi imaginación. Si además, lo descrito alcanza el nivel de detalle y profundidad de historias como El patio del vecino, sé a ciencia cierta que imágenes como la del gato, que no desvelaré aquí, me acompañarán hasta el final de mi memoria. Los personajes de estos cuentos viven en los márgenes del estado del bienestar, esa metaficción con la que nos hicieron soñar. Barriadas de Buenos Aires, casas poseídas, jóvenes con trastornos alimenticios, drogadictas, otakus o prostitutas trans.
Lo que da más miedo de la lectura de El chico sucio, por ejemplo, es lo probable, lo real. Parece que está escrito apuntando con un dedo mientras dice: “esta eres tú”. No te permite mirar hacia otro lado, no encontrarás el tipo de narración feel good para seguir viviendo como si no sufriera toda esta gente a diario, gente que conoces, gente que identificas en tu entorno, gente como tú.
Y para completar el cuadro, los finales son abiertos, tanto en la historia como en la forma, son interpretables y conducen al desaliento. Ni siquiera te concede el respiro de acabar lo acontecido, resolviendo el conflicto de las protagonistas, aunque sea de manera trágica. Cada cual volcará sus propias pesadillas para completar estos relatos.
Otro eje transversal, aparte de la marginalidad económica y social, es el dolor de las mujeres en particular. Tanto el famoso del parto anunciado en la biblia como en su condición de género oprimido. La denuncia abarca situaciones políticas también como en Tela de araña, donde los personajes parecen moverse por la trama como bolas reaccionando a fuerzas violentas para evitar el malestar provocado. “Ahora ya no lloraban por la inflación: lloraban porque no tenían trabajo, lloraban como si ellos no tuvieran la culpa de nada. Nosotras odiábamos a la gente inocente” (p. 61).
Finalmente, el estilo de esta escritora en Las cosas que perdimos en el fuego es absolutamente libre, acertando en la generación de metáforas y símbolos. Imágenes poderosas que se quedan grabadas como el jardín seco e invernal, donde no crece nada, la vitrina de cristal llena de dientes o el deprimente colchón que comparten madre e hijo. “La madre del chico sucio abrió la boca y me dio náuseas su aliento a hambre, dulce y podrido como una fruta al sol, mezclado con el olor médico de la droga y esa peste a quemado; los adictos huelen a goma ardiente, a fábrica tóxica, a agua contaminada, a muerte química” (p. 31).
Un fuego como el del último relato que da nombre al recopilatorio de cuentos, será usado por quienes no tienen nada que perder contra sí mismas… o quizá no del todo en su contra. Tu vida, tu apariencia estética, incluso tu dolor, puede convertirse en un arma defensiva ante este ecosistema violento y malvado que te arrincona en el peor callejón sin salida existencial.