Librerías: la mejor vacuna

Olivia lee

Escribo tímidamente porque lo mío es leer. Ya sabéis eso de: “Eres dueña de tus silencios, y esclava de tus palabras”. Y, sin embargo, quiero expresar un año más con motivo del Día de las Librerías (13 de Noviembre) mi amor por estos espacios de encuentro.

Ya no trabajo de cara al público vendiendo libros. Nunca lo hice en realidad. Siempre dije -y me mantengo- que yo trabajo para que la gente lea. Sea vendiendo libros, sea prestándolos en la biblioteca, sea organizando ferias del libro.

Hoy en día escribo más que hablo. Curiosa vuelta de tuerca para una Lectora Profesional. Y por eso escribo esto. Para sumarme a esa ola general #endefensadelaslibrerias. Modestamente contribuyo con mi club de lectura #horadeteylibros, en colaboración con Ubú Libros, en el que hemos leído en la última sesión -por desgracia, virtual- “Canto yo y la montaña baila”, de Irene Solá (Ed. Anagrama).

Yo trabajo para que la gente lea. Sea vendiendo libros, sea prestándolos en la biblioteca, sea organizando ferias del libro.

Hora de Té&Libros, «Canto yo y la montaña baila», de Irene Solà

Así, el primer contrafuerte es un argumento, sí, pero como si se tratara de una pulsión o de un deseo irrefrenable, pues quienes comprendemos el mundo a través de las letras, necesitamos los libros. Particularmente en formato papel. Sí, esos pequeños y bellos artefactos que son vendidos en librerías, producidos por editoriales y antes escritos por autorxs, y que, como defiende la premiada Irene Vallejo, en su “El infinito en un junco” (Ed. Siruela), llevan sobreviviendo siglos a su anunciado apocalíptico final. Igual que nuestro corazón late, del mismo modo que Ulises se enfrentaba al Cíclope Polifemo y navegaba entre obstáculos de Poseidón, así quienes leemos defenderemos las librerías hasta el final de nuestro aliento.

Puede que sea en un poema donde encuentres esas palabras que sinteticen tu estado de ánimo. Puede que leerlas signifique que no estás solo, a pesar de la distancia social. Puede que se refieran a algo que has pasado recientemente, sin saberlo, ni siquiera tiene que incluir la palabra “madre” como en este de Irene Sola. Puede que aunque lo leas con la mirada gacha, al respirarlo, te haga levantar la frente, observar las nubes, digerir las letras como cuando comen los pavos y reinterpretar el horizonte hacia el que queremos caminar. No es tan loco. Pasa a diario.

Y aunque los encuentros virtuales no sean lo mejor -ni de lejos- al menos nos proporcionan placeres como escuchar a Ana Mañeru y a María García Zambrano, conversando con Adrianne Reich, en el evento organizado por la Librería Mujeres&co. Y así recordamos frases como que la “re-visión es un acto de supervivencia” («Cuando nosotras las muertas despertamos»), pues un texto (letras, experiencias, recuerdos, cuerpos) asimilado, si lo miramos desde lo aprendido, igual nos salva la vida. Hoy día también puede pasar que nos deje paralizadas como en el magnífico poema sobre la mujer de Lot, de Wislawa Szymborska, que nunca me cansaré de recuperar:

Miré atrás dicen que por curiosidad.

Mas, curiosidad aparte, pude haber tenido otras razones.

Miré atrás de pena por la fuente de plata.

Por descuido, mientras ataba la correa de mi sandalia.

Para no mirar más el cogote justo

de mi esposo, Lot.

Por la súbita certeza de que, si muriera,

ni siquiera se habría detenido.

Por la desobediencia de los sumisos.

A la escucha de la persecución.

Tocada por el silencio, esperando que Dios cambiara de parecer.

Nuestras dos hijas ya desaparecían detrás de la cima de la colina.

Sentí la vejez en mí. La lejanía.

La vanidad de la andadura. El sueño.

Miré atrás al poner el hatillo sobre el suelo.

Miré atrás por temor a dónde dar el paso.

En mi sendero aparecieron serpientes,

arañas, ratones, polluelos de buitres.

Ya ni lo bueno ni lo malo —simplemente, todo lo vivo,

reptaba y saltaba en pánico colectivo.

Miré atrás por mi soledad.

Por vergüenza de estar huyendo a hurtadillas.

Por ganas de gritar, de volver.

O quizá sólo cuando arreció el viento

soltó mi cabello y me levantó el vestido.

Sentía que me miraban desde las murallas de Sodoma

y rompían en carcajadas sonoras, una y otra vez.

Miré atrás por rabia.

Para saciarme de su gran perdición.

Miré atrás por todas las razones arriba expuestas.

Miré atrás de forma involuntaria.

Fue sólo una piedra la que giró rugiendo bajo mi cuerpo.

Fue una grieta la que, de súbito, me cortó el camino.

En el borde un hámster se agitaba sobre sus dos patas.

Y fue entonces cuando ambos miramos atrás.

No, no. Yo seguí corriendo,

arrastrándome y levantando el vuelo,

hasta que la oscuridad cayó del cielo,

y con ella la gravilla ardiente y las aves muertas.

Por falta de aliento giré repetidas veces.

Quien lo viese habría pensado que bailaba.

No descarto que tuviera los ojos abiertos.

Es posible que me desplomara con el rostro vuelto hacia la ciudad.

Wislawa Szymborska. (1997) El gran número, Fin y principio y otros poemas.

Así que a modo de despedida, os invito mañana a ir a vuestra librería de referencia, comprar libros, llevarle un café a esa librera que os conoce y sostiene y ser creativos con las propuestas que ofrecéis o que surgen espontáneamente, como cuando la semana pasada nos juntamos a leer y escuchar el magnífico han de Rubén Llorach en el pinar, al aire libre, seguros, ardientes ante las historias, viviendo. Ahora es el momento de imaginar y no rendirse, pues los gigantes no son molinos y arrasan donde no hay resistencia. Leer mola, leer es un placer y el gesto lector empieza en las librerías.