¿Qué queda del sueño, si lo despojamos de la vivencia subjetiva? Como dijo Gay Luce, “Entre la oscuridad de la que nacemos y la oscuridad en la que acabamos, hay una oscuridad que va y viene todos los días y que nos somete sin remedio”. Pero qué maravillosa y extraordinaria oscuridad, ¿no? Después de la función nocturna, que en mi caso suele ir plagada de pesadillas, siempre sucede que por la mañana, con los ojos abiertos, me quedo aún un rato en la cama intentando retener todo lo vivido. Con los años, he aprendido eso que dicen de que leer es soñar con los ojos abiertos, y me he volcado en la literatura. También me gusta acercarme al mundo de lo onírico desde otros campos, y por eso, no he podido resistirme al libro de David Peña-Guzmán: Cuando los animales sueñan, que combina ciencia y filosofía, para explorar esa “oscuridad” que también se enciende en los animales cuando cierran los ojos.
Seguramente te parezca tan evidente como a David Peña o a mí, que los animales sueñan igual que lo hacemos nosotras, creando mundos hechos de sensaciones, recuerdos y emociones, en los que se imaginan cazando o huyendo, recorriendo un laberinto o paseando por la sabana con un ser querido. Y sin embargo, la mayoría de los científicos que se dedican al tema siguen pensando que soñar es algo exclusivo de los seres humanos. Para esta ciencia, cuando los animales sueñan no viven nada en su interior, porque -piensan- los animales no tienen interior: son meras “máquinas bioquímicas dentro de las cuales no hay más que oscuridad”. Como denuncia David Peña, “la mayoría de nosotros seguimos viendo a los animales como bestias inconscientes”, que simplemente ejecutan, hacen cosas sin darse cuenta de ellas.
Para luchar contra este “prejuicio cultural”, que hunde sus raíces en una mezcla de vanidad y miedo a la antropomorfización, Cuando los animales sueñan analiza y discute las pruebas científicas. Y en este viaje nos descubre aspectos increíbles de la naturaleza como que, cuando duermen, los pulpos cambian de colores en una secuencia coherente, exactamente igual que si estuvieran cazando o huyendo de un depredador; que un gato al que se le extirpa quirúrgicamente las neuronas responsables de inhibir la actividad motora, hace durmiendo exactamente lo mismo que haría en vigilia, y puedes verlo ahí levantado, arañando el aire con las zarpas delanteras, como si estuviera peleando con un enemigo o cazando una presa, mientras tiene los ojos cerrados. Además, yo sabía que los chimpancés podían hablar el lenguaje de signos, pero no que a veces lo usan mientras duermen. En fin, no sabía muchas cosas, y he disfrutado aprendiéndolas.
Me ha gustado también el enfoque innovador de Cuando los animales sueñan, que además se lanza a explorar la conciencia animal tomando el sueño de guía. Como “soñar implica la existencia de conciencia”, el sueño de los animales puede ayudarnos a entender cómo funcionan e interactúan entre sí las distintas “formas” de conciencia, subjetiva, afectiva y metacognitiva, dentro del reino animal. Según este filósofo especializado en estos comportamientos, todos los animales que sueñan tienen conciencia subjetiva, pues no puede haber sueño sin alguien que sueñe, sin alguien que experimente lo soñado. En este “todos” están incluidos los mamíferos, pero también, seguramente, aves, reptiles y cefalópodos. A lo que hay que añadir que muchos de ellos también tienen conciencia afectiva, experimentando emociones, como lo demuestra la existencia de pesadillas por parte de ratas a las que se les ha torturado o de elefantes que han vivido sucesos traumáticos, como la matanza de seres queridos. Te confieso que, para mí, esta parte ha sido especialmente dura.
Por otra parte, el libro consigue abrirnos convincentemente a la posibilidad de que quizás algunos animales tengan sueños lúcidos y, por tanto, metacognición. En un sentido importante, es un libro transgresor. Desde luego, me ha ayudado a romper la imagen dominante en nuestra cultura acerca de los animales y aquello que nos diferencia de ellos. Hace años que no veo ya como exclusivo de nuestra especie la racionalidad, ni el lenguaje, ni las emociones, ni la cultura. Sin embargo, confieso que mantenía como rasgo distintivo la imaginación, entendida no como una capacidad meramente reproductiva, sino productiva, creadora. Pero ya no estoy nada segura después de leer el capítulo 3.
Cuando los animales sueñan es un libro exigente, porque el tema lo es. Pero está escrito con un lenguaje accesible y con altos en el camino que, a modo de resúmenes y programas, logran que sea difícil perderse. Aún así, me ha parecido algo perturbador y que entorpece la lectura, el excesivo número de notas a pie de página: 52 caras de notas de un total de 237, sin contar bibliografía, es algo más que la quita parte del libro. En cualquier caso, te deja con la sensación de haber aprendido y de querer seguir aprendiendo más.
Por último, me ha parecido maravillosamente claro el capítulo 4, en el que trata de las implicaciones éticas del hecho de que los animales sueñen. Elabora allí un bosquejo muy útil de las distintas posturas en torno a la cuestión de qué hace que un ser sea moralmente valioso y, por tanto, merecedor de consideración y trato moral. Así, elabora argumentos bastante convincentes a favor de su propia postura: lo que hace valioso por sí mismo algo es la conciencia fenoménica, el tener experiencias, sentir placer y dolor. Esto, por supuesto, es más que suficiente para condenar las instituciones sociales que oprimen a los animales, “como la ganadería industrial y la investigación biomédica y conductista invasiva”.