Y es que esa sensación carnívora me dejan los encuentros virtuales, pobres sustitutivos de los clubes de lectura que veníamos haciendo. Siento un enorme agradecimiento porque exista esa posibilidad que mantiene el vínculo y nos permite, al menos, vernos las caras. A veces en cuadrícula con esas perspectivas oblicuas que nos recuerdan nuestros distintos puntos de vista, a veces asomadas desde/metidas en la cajita del móvil, cuando las tecnologías se nos resisten 🙂
Menos mal que somos la generación de “El planeta imaginario” y “La bola de cristal” y nuestra tolerancia a la fantasía es alta. Podemos aceptar la verosimilitud de que mi madre esté en Vallekas el pasado viernes 8 de Mayo de 2020, confiTada en plena pandemia, y simultáneamente, esté en la foto que registra la pantalla de mi ordenador metida en mi móvil.
Y lo curioso es que esta sarta de incoherencias que acabo de escribir líneas arriba es comprensible. Quiero decir, sabéis de lo que estoy hablando. Este es el mundo tecnológico que tanto temía la escuela de Frankfurt y al que ya no podemos dar la espalda (sin pasar por el retiro del monje budista). Nos vemos en la obligación de convertirnos en hologramas.
Mi “yo pasado” de los ochenta ni se despeinaba cuando veía a Alaska mirar su bola y al rato a cámara, o sea a mis ojos, en un diálogo a tres bandas, uniendo el mundo ficticio con el ¿real?. Una experiencia de comunicación proto-transmedia (¡cómo me molan los polisílabos!) en la que yo abandonaba la incómoda posición de espectadora para actuar y ser partícipe de lo que el guión (con tilde RAE, con tilde) dictaba que iba a ocurrir en ese episodio. Un artefacto en toda regla… ¿O se trata de un artificio? De nuevo: “fingo, ergo sum”
Esta reflexión, como ya habéis podido imaginar, tiene que ver con este mundo que quieren que traguemos, o con el que no nos va a quedar más remedio que tragar (al menos de momento) donde los encuentros presenciales son mínimos y restringidos. Un mundo sin abrazos y sin olores (quizás por eso me cueste ahora más que nunca ducharme, para regodearme al menos en mi mismidad corporal, en mi autenticidad sucia y no-aséptica, que me recuerda que estoy “aquí y ahora” y no en la ficción de un “entremundos”).
En nuestra Hora de Té&Libros siempre hemos comentado que la palabra era ese puente que nos unía, que compartirla revalorizaba nuestra lectura, y que la literatura era la isla en la que nos refugiábamos juntxs de la “insoportable soledad” de ahí fuera. Dejadme haceros LA pregunta: ¿os sentís menos solxs detrás de la pantalla si veis a otras caras en otros lugares?
Seguramente la respuesta sea que sí. Que no compartimos espacio, pero sí tiempo, y que eso ahora es todo lo que tenemos, y que debemos dar las gracias. O quizás, conmigo, sentís esa “garrapata en el pecho” de la que hablaba Marta Sanz en su “Clavícula”, pues este ejercicio, lejos de suponer un respiro y un leño al débil fuego de la esperanza que se resiente de las semanas de encierro, implica más bien asomarse al abismo de la “distancia social”, de un futuro sin cuerpo, donde mis hijxs vivirán con miedo el abrazo de amiguis y amores.
Y lejos de ponernos apocalípticas (aparte del rubio con raíces que me gasto) la idea es repensar lo que estamos aceptando por inercia. Amiguis, si me encanta leer libros de bibliotecas porque pienso en las manos por la que han pasado y me alimenta el alma saber la cantidad de palabras que comparto con tantas personas, ¿cómo podría admitir vivir sin abrazos, sin risas contagiosas y sin maridar la lectura y el té&libros? ¿Quién querría vivir en un mundo virtual? Yo no.