Lo más curioso de clasificar a las lecturas en géneros es que abren una grieta entre la autoría y quienes leen. De “Las efímeras” ha dicho la crítica que pertenece al movimiento “neorural”, a ese escrito por plumas que han huido de la ciudad y han intentado regresar al campo de su infancia para, como dice el neoliberalismo, “reinventarse”.
A Pilar Adón, su autora, además de crítica literaria y editora de la excelente “Impedimenta”, le suena extraña esta catalogación, a pesar de que sí que siente que desde que ha empezado a escribir sobre las vivencias en el pueblo de su niñez, ha comenzado a trabajar con la verdad, y no tanto con sus referentes. Aquí lo explica mucho mejor.
Como lectora, no me gusta meterme en el terreno de lo que la autoría quería contar, pues como sabemos esta es solo una parte de la experiencia, un motor de arranque, un golpe con el dedo índice en la primera ficha de dominó de la espiral que concluye al cerrar el libro. Porque dicen que concluye. ¿Concluye?
Esta ha sido la primera incursión entre las letras en prosa de Pilar Adón, y espero poder acercarme a las otras novelas y a su poética, de las que me interesa destacar “Las hijas de Sara” (2003, protagonizado también por dos hermanas), “El mes más cruel” (2010, cuentos, su especialidad) y “La hija del cazador” (2011, poesía). Desde luego no imaginaba que detrás de esa portada -pintura narrativa, “The Merry Wanderers”, de Andrea Kowch– tan evocadora iba a encontrar esta historia sobre la dominación y la soledad/aislamiento.
Mientras que el objetivo se acerca a las vidas de los pocos personajes que viven en “La Ruche” (La colmena, escuela francesa, laica, afín al anarquismo), vamos a la deriva por sus tormentos, viendo en ese espejo nuestras propias miserias. Estos personajes aislados doblemente: física e intelectualmente recuerdan a esos ambientes del romanticismo, en los que las casas, los espacios, ocupaban un lugar principal en la trama y representaban “lo sublime”, que como señala Pilar Adón, está lejos de ser “lo óptimo”, sino que significa la fuerza devastadora de la naturaleza.
Una naturaleza envolvente que transmite a la lectora una llamativa claustrofobia a pesar de acontecer la trama en espacios abiertos. En palabras de Tom: “pánico cósmico” o “claustrofobia terrestre” por:
Desde luego no es esta una lectura para distraerse o evadirse y tomarse un chupito al terminar. La atmósfera es asfixiante, en particular cuando los elementos acuáticos cobran protagonismo, como en la escena del lago (para más detalle, lean el libro, altamente recomendado).
Y, sin embargo, el absoluto dominio de las palabras que demuestra su autora convierten la experiencia en excitante, estimulante. Para muestra, un botón: la primera frase, casi un verso endecasílabo:
Comienza con Dora, una de las protagonistas, nombrando a lo que cree “sus” árboles. Como si la naturaleza se dejara ser nombrada. Ignorantes los humanos que creemos que no tienen ya sus nombres. Ilusos que creemos que podemos dominar y controlar, ejercer poder, explotar y destruir. ¿Nos suena, verdad? Pero acaso este comienzo, recuerde demasiado -como dijo un lector de otro club- al Génesis, de la Biblia, y al famoso: “En el principio era el verbo”.
Ahora que a nosotras, nos recuerda -y nos quiere recordar- al “orden simbólico de la madre” que reivindica Luisa Muraro y las Diótima, que supondrá el final simbólico del patriarcado, pues ordenaremos ese “mundo como voluntad y representación” desde lo femenino, poderoso y primigenio.
Y es que, en el título, como siempre, está la clave. ¿Cómo consideráis vuestra existencia? ¿Importan nuestras vidas? ¿Tienen sentido sin memoria?