
Que tus padres se quieran y deseen, ¿puede ser patológico?
¿Cuánto espacio de la relación de pareja deben dejar a una hija? ¿Y a su hermana?
¿Qué significa que tu madre no te quiere?
¿Qué es el amor en términos de relaciones familiares?
¿Cómo decir lo que no puede ser dicho más que entre nuestros fantasmas?
Estas son algunas de las preguntas que surgieron en la sesión del club de lectura Hora de Té&Libros, comentando El libro de las hermanas, de Amélie Nothomb. Muchas hemos reencontrado el estilo estilizado, aparentemente sencillo y de fábula de otras novelas de esta autora, que siempre resulta inquietante y, de alguna manera, perturbador. La escena del frigorífico, en particular, de la que no diré nada más, hay que leerla varias veces para confirma que es eso lo que está pasando y aceptar la historia.

En cualquier caso, este es otro canto a la infancia, un reconocimiento del adultocentrismo ridículo y absurdo en el que nos movemos en piloto automático, es decir, apenas sin ponerle conciencia, en el día a día. Decisiones absurdas que conectan con nuestros maternajes y nuestras condiciones de hijas, y que en la lectura, traen traumas más o menos dolorosos, mientras que las criaturas siguen asombrándonos y dándonos lecciones con su eternidad en cada momento:
“Las chiquillas sólo vivían el instante presente. En el Génesis, hubo una noche y hubo una mañana. En el tiempo de la infancia, sólo existe el ahora” (p. 53).

En esta fábula que trata sobre la familia, por algo se llama El libro de las hermanas, otro de los temas destacados es la lengua, en particular, la adquisición del lenguaje, de la facultad para expresar un mensaje mediante palabras y con ello, en un ideal siempre soñado y perseguido, lograr comunicarnos. Especialmente mágico es el momento de comenzar a hablar o de entrar en el orden simbólico de la madre, que al nombrar el mundo lo ordena:
“Tristane sintió una alegría proporcional a su sorpresa. Esperaban algo mágico de ella: ¡un acto tan potente como hablar!” (p. 20).
Desde luego, la facultad del habla es asombrosa, tanto en su adquisición, como cuando la perdemos. Ya vimos una situación equivalente en La clase de griego, de Han Kang, y en El libro de las hermanas vuelve a cuestionarse el efecto demoledor de los juicios en la infancia. De hecho, en nuestra sesión del club muchas lectoras veían una patología en la relación paterno y materno filial de esta historia. Y también nos cuestionábamos si a esta forma de relacionarse se le puede llamar amor.
“ – ¿Ya has terminado tu numerito de niña prodigio?
Tristane se detuvo en seco y se puso tensa. Su padre nunca supo hasta qué punto le pesaron aquellas palabras.
Al día siguiente, descubrió que veía mal. (…) A partir de aquel día, la chiquilla tuvo que llevar gafas. En su fuero interno, ella asoció esa enfermedad a la vergüenza que había sentido cuando su padre le dirigió aquel comentario desabrido” (p. 59)

Aunque comparada la situación de Tristane con la de su tía y su familia, destacan sus privilegios. O dicho de otra manera su suerte menos mala. O, si se quiere, las buenas circunstancias de las que disfrutó como cuidar de su hermana o compartir la música que apasionaba a su hermana/hija.
– ¿Sabes?, con mamá me cuesta. Me gustaría ser tú. A ti te quiere y te respeta. De mí, en cambio, dice que soy ella en joven. No le inspiro la menor ternura.
No se quiere a sí misma la pobre.
¡Pobre yo! Me gustaría que mi madre me quisiera.
A mí también me gustaría. (p. 91)
Por otra parte, siempre es interesante leer las historias de Amélie Nothomb porque encuentro un canto a la belleza y a la lentitud, que me devuelve a esperanza. Como cuando describe sin darle mayor importancia una situación en la que la ausencia de dispositivos con sus notificaciones permite la conversación. O cuando alaba la lectura con una ironía y una naturalidad que es para aplaudir.
“Ambas chicas seguían durmiendo en la misma habitación. Si los teléfonos móviles hubieran existido en aquel entonces, habría sido el fin de su intimidad. En 1990 aún era posible no contar con más compañía que la que tenías delante. “(p. 123)
“Poder vivir a su ritmo significaba poder leer a su ritmo: descubrió la embriaguez de leer desde la mañana hasta la noche y desde la noche hasta la mañana” (p. 136).
“Estoy muy contenta con mi trabajo. Me interesa, pero sin obsesionarme, me deja tranquila terminadas las treinta y nueve horas, y me gano la vida.
No tienes ambición.
Quiero poder seguir leyendo tres horas al día.
Y a ti, que te encanta la literatura, ¿no tienes ganas de escribir?
También me encanta el vino, y no tengo ganas de cultivar viñedos” (p. 149).