La primera imagen que invade la mente al leer A contraluz es la sombra. En mi caso, probablemente influída por la portada, es una silueta femenina que dirige su mirada hacia mí. Aunque la oscuridad producida por estar ella de espaldas a la ventana soleada no deje percibir ninguno de sus rasgos faciales. ¿Algo de esta idea estaba en la selección del título del primer volumen (2014) de la trilogía de Rachel Cusk? Le siguen “Tránsito” de 2016 y “Prestigio” de 2018.
Por cierto, qué nombre tan delicioso el de esta autora. Y cómo me gusta leer a mujeres que escriben haciendo referencia a Creta y lo investigado, entre otras, por Riane Eisler en El cáliz y la espada. La protagonista reflexiona junto con el que será otro personaje principal, el “vecino de al lado” en su vuelo hacia Atenas, sobre los orígenes de nuestra cultura patriarcal: “Pero la cultura de la isla tenía la peculiaridad de ser matriarcal. La autoridad no residía en los hombres, sino en las mujeres; la propiedad no se transmitía de padre a hijo, sino de madre a hija” (p. 12).
Todo viene de la seguridad en que las palabras importan. En el acto de nombrar el mundo, lo construimos y ahí reside la posibilidad de cambiarlo. El acontecimiento que subvierta el orden establecido. Recuperar la lengua materna y toda esta genealogía. “Ella ya no sabía, en otras palabras, quién había sufrido el incidente. (…) Se sentía como alguien que hubiera olvidado su lengua materna, idea que también le fascinaba desde siempre. (…) Por primera vez en su vida se quedaba sin palabras” (p. 209).
Y mientras estas reflexiones me nacen al leer ese viaje en avión, la protagonista se cuestiona su relación con al literatura y con el mundo editorial, así como con la facultad para resumir en un desternillante pasaje: “a mí ya no me interesaba la literatura como forma de esnobismo, ni siquiera como forma de autodefinición; no tenía ganas de demostrar que un libro era mejor que otro (…) Yo ya no quería convencer a nadie de nada” (p.21).
Y es que en ese ambiente intelectual, entre artistas y escritores, viajando en barco, dedicando horas a comer en restaurantes burgueses, la contemplación genera la condición de posibilidad para apreciar la belleza. Toda una estética alejada de la materialidad recorre A contraluz, como ese aura que brilla alrededor de la silueta negra protagonista: “La música es una delatora de secretos; es más traicionera que los sueños, que, al menos, tienen la virtud de ser íntimos” (p.126).
Aunque llevan años publicando mujeres escritoras que han hablado de su condición de madre, como la gran Gabriela Mistral en Madréporas, cuando dice: “Nada soy ahora de lo que soñé”, sigue siendo necesario visibilizar distintas formas de maternar: “Era como si para su mujer, el niño representara todo lo que a ella le pesaba de su papel de esposa, como si fuera la encarnación de alguna injusticia por la que se sentía atenazada” (p. 27).
El eje transversal del monólogo de la protagonista, a veces expresado en los diálogos con y entre los otros personajes, es el cuestionamiento de su identidad. Una revisión que articula con sus vivencias, con sus recuerdos y con sus expectativas. Un must de la literatura que Rachel Cusk escribe de tal manera que siga resonando tras su lectura, convirtiéndose en uno de esos libros a los que quieres volver una y otra vez como las olas a la orilla: “Sentí entonces que podría internarme durante kilómetros en el mar: un deseo de libertad y un impulso de avanzar tiraban de mí como un hilo que llevara amarrado al pecho. (…) no era la llamada de un mundo más vasto. Se trataba, simplemente. Del deseo de escapar de lo que ya tenía. Ese hilo no llevaba a ningún sitio, tan solo conducía a la infinita inmensidad del anonimato” (p. 69).