Reseña de «H de halcón»

H de halcón, de Helen Macdonald

Existen libros y existen momentos para leerlos. Recuerdo haberme asomado al menos tres veces en la carrera a La montaña mágica, de Thomas Mann y no poder leerlo. Cuando al fin llegó su hora, me sentí atrapada en esa altura por la cura de reposo al aire libre bajo esos edredones. Aunque siempre tuve claro que lo que libraba de la enfermedad a quienes subían al sanatorio era la conversación, la compañía y en definitiva salir de su soledad aniquiladora.

Mutatis mutandis, tras un par de intentos con H de halcón, el libro aguardaba en la estantería como el azor protagonista. Notaba su presencia y sentía su mirada en la nuca. “El azor, de T.H. White. No quería que el libro estuviera allí y tampoco pensar por qué no quería que estuviera, y pronto llegó un punto en el que no podía ver otra cosa que el maldito libro cuando me sentaba en el escritorio, a pesar de que era lo único en la habitación que nunca miraba” (p. 42).

De hecho, lo volví a sacar en el confinamiento. Pero aún no era el momento adecuado para leerlo. Ha tenido que ser convocado por Ubú Libros en su club de lectura para que las páginas hayan fluido en mi experiencia lectora con un ansia y una pasión ajena para mí en los últimos títulos leídos. “Volar a un azor siempre da miedo. Porque es entonces cuando pones a prueba estos vínculos. Y no es fácil cuando has perdido la confianza en el mundo y tu corazón se ha convertido en polvo” (p. 209)

La experiencia de la maternidad ha sido definitiva en este cambio, aunque no explique el último intento frustrado. Sin embargo, he empatizado enfermizamente con la “crianza” de Helen Macdonald de su azor. En fin, existen diferencias pedagógicas, algunas significativas como esa práctica cruel de no dejar dormir ni comer al ave durante las primeras horas de convivencia humana-azor. Polémica es esa práctica antigua (“estaba interiorizando los principios de una élite imperial”, p. 45), heredada de la vieja cetrería (“un mundo en el que las mujeres no existían”, p. 45), que recoge singularmente Félix Rodríguez de la Fuente en el capítulo dedicado a Taiga, el azor que adiestró y que luego liberó.

Para una detractora como yo de la caza, del maltrato animal y que considera mucho más dignos de derechos a la mayoría de los animales que algunos seres humanos (pienso ahora en dictadores disfrazados por los medios como autócratas o presidentes) ha sido sorprendente emocionarme con la generación de ese vínculo entre la autora y su azor. H de halcón es un libro singular que me cuesta clasificar. ¿Autoficción?: “Yo estaba en ruinas. Una parte de mí intentaba reconstruirse (…) El azor era todo lo que yo quería ser: solitario, sereno, libre de pesar e inmune a los sufrimientos de la vida humana” (p. 117)

¿Ensayo? ¿Novela? Las referencias bibliográficas lo acercan a la academia, pero por la descripción de los distintos estados psicológicos por los que pasa Helen se aproxima a la novela. Por otra parte, la erudición en la defensa argumentativa de teorías biológicas y evolucionistas lo hace parecer un ensayo. En fin, ¿acaso importa la etiqueta? “White leyó que la cetrería era el arte de controlar a la más salvaje y orgullosa de las criaturas, y que para adiestrarla el cetrero tiene que combatir su desconfianza y su rebeldía” (p. 107)

La poética del texto tejida con la filósofa de la ciencia que habita en Helen Macdonald me ha captado para siempre: “Me siento hueca y desahuciada, un nido de avispas liviano y vacío, una cosa hecha de papel masticado” (p. 174). Yo solo sé que durante los días que he estado inmersa en esta lectura mis sueños se han vuelto feroces e inquietos. Me debatía como la rapaz entre la llamada de lo salvaje y el deseo de sumisión y comodidad que ofrece el guante del sistema con sus crías de pollo congeladas en forma de corazones y thumbs-up. “Estos azores británicos me hacen feliz. Su mera existencia desmiente la idea de que lo natural es algo que nunca ha tenido contacto con corazones ni manos humanas. Lo salvaje puede ser creado por el ser humano” (p.20). Y me llevo esa frase resonando por lo que me queda de vida: “Lo salvaje puede ser creado por el ser humano”.