Cuando un libro duele, cuando un texto te deja herida, es probable que el juicio inicial te lleve a tacharlo de incomprensible. O como se dice ahora: “no me ha llegado”. También es posible que no te gusten las lecturas fragmentarias y prefieras una narración ordenada al estilo más clásico, con su presentación, nudo y desenlace. El jardín de vidrio se parece más a un diario que a una historia en este sentido.
La protagonista está quebrada desde el origen. La conocerás a lo largo de su vida al ser sacada del orfanato donde era violentada por una anciana que se aleja de lo que podrías calificar como una madre adoptiva. Ella, la niña y luego la mujer, habla en primera persona dirigiéndose en ocasiones a los padres que la abandonaron. ¿O quizás a ti lectora desde su identidad quebrada? ¿O quizás, como sugiere la autora, es Moldavia contando su historia a través de una de sus vidas?
Lo que sí hemos detectado todas en la Hora de Té&Libros es que su reflejo polarizado y estallado atraviesa como un bisturí la lectura y no permite que mires para otro lado. Lo que sí logra Tatiana Tibuleac es transmitir imágenes bellas y tiernas como la que da significado al título:
Apiladas en botelleros de metal hasta el techo, con el roce de la luz las botellas cobraban vida. Su colores simples se mezclaban, nacían otros inesperados.
Una fila morada, una fila blanca: rosado.
Una fila anaranjada, una fila marrón: miel.
Una fila verde, una fila blanca: turquesa.
Solo blancas: plata.
Mi jardín de vidrio. (p.69)
En este sentido, leer una traducción siempre es una aventura arriesgada. En El jardín de vidrio casi se convierte en un escape room. El ruso es la lengua del imperio que le obligan a aprender a base de palizas para prosperar económicamente. El moldavo queda como un artificio y el rumano como algo práctico posteriormente para el exterior. El origen, la lengua materna, queda oprimida en esta lógica de poder confundiendo el ser, ser, el sentir y el expresar. Las palabras que aparecen sin traducir en esta maravillosa edición de Impedimenta (as always) recogen esta inestabilidad. La dificultad en este caso no solo es entre lenguas y culturas, sino también entre alfabetos.
De la lengua podría escribir durante años pero también quiero reseñar cómo habla Tatiana Tibuleac del maltrato infantil. Como está normalizado y genera comunidades o sociedades basadas en la máxima de mi bisabuela: “que no te echen todo lo que puedas aguantar”. Y cómo en ese contexto de dolor y crueldad el ser humano, demasiado humano, sabe entresacar algo parecido al amor o al cariño. No solo es una cuestión patológica como el síndrome de estocolmo. La memoria y la interpretación de lo acontecido es compleja y profunda. Estos personajes del patio de vecinas visibilizan con su profesional tratamiento las heridas y lo que pueden llegar a escocer y gustar en las relaciones afectivas o familiares.
El jardín de vidrio es también un catálogo de migraciones y de formas de vida en flujo. Lejos de parecerse a la forma aceptable desde el mundo privilegiado son grotescas, viles, mezquinas. Apestan como Tamara, la vieja cuyo nombre quiere la genealogía que permanzca aunque en la enfermedad. El desarraigo ancestral de la ausencia de conocimiento del árbol del que proviene y la desvinculación con el territorio infectan estos juegos políticos que mueven personas y vidas como si de personajes 3D se trataran. Solo que cuando eran los dioses había un fatum, un propósito incluso un viaje del héroe. Para Tatiana Tibuleac nada tiene sentido, como no puede tenerlo un espejo quebrado alejado de la tragedia.
“¿Cómo habría sido mi vida si me hubiera criado otra mujer? (…) ¿Cuánto de mí es elección y cuánto sangre? Cuando pienso en vosotros, arrastro en mi mente dos maletas, la de mis huesos y la de mis defectos.” (p. 278)