Ante libros como los de Juarma las opiniones se polarizan. Algunos ven un autor novel con mucho recorrido aún por escribir o incluso una romantización de las drogas. Otros una historia barriobajera y sin profundidad. En mi caso, leo la narración tierna de un humano, demasiado humano, en un contexto donde las vidas ni han sido relatadas ni parece que importen. “Hacer fanzines o tocar en una banda punk era mejor que estar por ahí rompiendo mobiliario urbano o apedreando perros” (p. 29).
En muchas de sus entrevistas, Juarma ha explicado que el amor es lo más Punki que él conoce. Porque es gratis, porque es libre, porque lo puedes hacer contigo mismo. Punki es antisistema. “Solo quería drogarme y follar. (…) Siempre me ha dado miedo que me quieran porque no sé estar a la altura” (p. 282). Siguiendo con su primer libro sobre los habitantes de Villa de la Fuente (una versión de su Deifontes natal), Al final siempre ganan los monstruos, en esta ocasión profundiza en el proceso de desintoxicación del protagonista. Como en la famosa película Trainspotting, las drogas son contadas con todo el espectro. No solo la parte peligrosa y terrible de los anuncios de prevención del estado. Juarma deja ver muchos de los motivos por los que se puede empezar a consumir: sociales, económicos, psicológicos, pero también, por placer.
En un mundo donde lo políticamente incorrecto cada vez ve más reducido su margen de expresión, escribir que las drogas producen placer y que siempre le van a gustar al que sabe que le hacen mal, es Punki. “Joder, qué buenísima estaba entonces la coca y qué bien sentaba. Cómo no me iba a enamorar de ella. Cómo no se iba a convertir en el amor de mi vida (…) Desconocíamos lo mentirosa que era la farlopa y cómo te podía joder la puta existencia entera” (p. 38)
La realidad social es otro de los temas que denuncia Juarma en Punki. “Como dijo Iosu de Eskorbuto: “Empezamos en la ruina, seguimos en la ruina y acabaremos en la ruina”. Quiero cambiar. Lo he intentado muchas veces, pero no he podido” (p. 47). La precariedad, los traumas infantiles, enfrentarse a los prejuicios y juicios opresores de manera cotidiana. No, no estamos en un sistema que perdona y olvide. Estamos en un sistema que perdona y oprime.
La adicción es una enfermedad. Una enfermedad individual y social. Con un tío yonki de larga duración que ha ido jodiendo la vida a toda la familia, generación tras generación, me cuesta situarme en la empatía. Sin embargo, leyendo a Juarma reconozco a esos otros yonkis que quieren cambiar, que verdaderamente quieren salir, que tienen motivos para vivir y no mentir. No mentir es la clave. Enfrentarse al juicio de los demás y aprender a vivir con él, sin mentir, es la clave que sacamos de Punki. Porque no se trata de romantizar las drogas. Las drogas siempre ganan, son jodidas y pueden contigo. Todas, las legales y las ilegales, el alcohol, el tabaco y los antidepresivos, también. “Eres incapaz de controlar tu conducta, reconocer los problemas que causas o puedes ocasionar a los demás y tus respuestas emocionales son disfuncionales” (p. 110).
Y es que el mismo sistema que condena y oprime lo pone sospechosamente fácil. Casi diría que lo promueve porque le interesa tener a la población sometida. “Como te da igual todo, incluso morirte, consumes lo que te alivia esa falta de expectativas, vives al día, te engulle el presente mientras el pasado te zancandillea. Para dar entrada a un piso necesitas que te avalen, para pillar un gramo, no” (p. 117). Me parece importante señalar que la vida carece de sentido para los yonkis. Y la idea del suicidio y la pulsión de muerte es recurrente. Así, hablarles de que hacen daño o de que deben cuidarse es como querer solidificar el agua.
La rabia, el fuego, el ardor ante las constantes injusticias diarias no son canalizadas y explotan en los peores momentos. Pero que te digan que no hay dinero para los ancianos en la residencia o que el ministerio de igualdad derrocha y luego venga el rey y se gaste el presupuesto de educación, es para arder. “A mí estar debajo de la bandera y el cartel Todo por la patria me daba ganas de meterle fuego a todo. (…) Yo miraba al cuadro del rey, como si ese puto imbécil pudiese infundirme la calma y la campechanía suficientes para salir del paso” (p. 145).
Por último, pero no por eso menos importante, como si de Cervantes se tratara, Juarma recoge todas las voces andaluzas, vaya, granaíanas que no suelen quedar transcritas: Foh, chas, compae, joer, jartible o el famoso: “Y la polla”. Con referencias culturales que dudo que puedan ser entendidas fuera de esta tierra: “Ultrajados, como si nos hubiésemos cagado en la tumba de Fray Leopoldo o en la fábrica de las Pulevas o la de las Maritoñis” (p. 165). Y mención bonus track para la música: “Las canciones son los tíquets de autobús para viajar a tus recuerdos, a los buenos y a los malos” (p. 164).