Hundirse en el océano dentro de un submarino y caer en una depresión se parece mucho. Los tiempos narrativos corren paralelos en Nuestras esposas bajo el mar. Por un lado, te presentan a Miri y a Leah, una pareja de lesbianas, en el momento presente con una distancia abismal. El otro acontecimiento es la caída hacia la zona abisal de Leah y sus compañeros de misión. En ambos contextos, la presión es insoportable. Las encías sangran y los oídos no parecen poder escuchar.
Agradezco mucho a Sigilo haberme dado la oportunidad de leer esta novela tan auténtica. Se suele decir que te sumerges en las lecturas y podría hacer muchos guiños así. Pero lo que quiero transmitir en esa reseña es que a veces te encuentras ante una novela como ante un precipicio. Ves el fondo, da vértigo y a la vez te emociona hasta el llanto. “El dolor es egoísta: lloramos más por habernos quedado nosotros mismos sin esa persona, que por la persona en sí; pero, más que nada, lloramos porque nos hace bien. El proceso de duelo, también es el proceso de superación” (p.125).
Además he aprendido muchísimo sobre el gran desconocido: el oceáno. Y como con los buenos libros, me ha creado otras necesidades, como leerme “Su Majestad de las Profundidades”, de Sylvia Earle. Ahora quiero saberlo todo del Hábitat de Tektite, del tiburón anguila y del pez sin rostro. Monstruos que aparecen en la oscuridad y que dan mucho miedo al estilo Lovecraft. No son inteligibles desde tus parámetros del mundo con luz. Al modo de una pesadilla, transitas la sombra en el límite mismo de la locura. “Todo esto es una manera muy elaborada de decir que el océano profundo puede ser oscuro, pero eso no lo hace un lugar deshabitado” (p. 107).
Claro que la locura puede llegar por muchos rincones de este (y del otro) mundo. Nadie está a salvo. La madre de Miri pasa del maltrato a la irracionalidad y a ella le preocupa que sea por las vistas tan alejadas de lo material. “La gente se vuelve extraña cuando hay demasiado cielo, pierden el sentido de la tierra a su alrededor, sus pensamientos los hacen flotar” (p. 52). Sin “tener los pies en la tierra” puedes soñar y crear, volar o fluir, según sea tu elemento. Pero estás más cerca de perder el equilibrio. Y este es efímero. También cuando te vuelves cuidadora. No es fácil sostener un peso pesado que apenas tiene fuerzas para dar las bocanadas necesarias para mantenerlo con vida.
Porque lo curioso del poder del agua es que purifica pero sacando a la luz lo grotesco. En todas las religiones, el agua incide en el alma o el espíritu. Un baño de mar o de agua salada en tu bañera puede ser curativo. Pero una vez que profundizas y ves, no hay marcha atrás. Estás en el laberinto y solo queda aceptar. En la novela, mensajes como este se cruzan con otros en paralelo sobre la afectividad y los vínculos. “Pensé en el día en que se me ocurrió por primera vez que si ella se moría, no quedaría nadie en el mundo a quien yo amara de verdad” (p. 103). La soledad. El monstruo más temido por la humanidad. Una existencia sin anclas emocionales parece que carece de sentido.
Y aunque la pregunta, la curiosidad y el deseo crítico pueda considerarse también humano, demasiado humano, en la caída se diluye. Como si de la caída original se tratara, al pecado, al infierno, a la carne, Leah se desprende de su moral y lucha por mantener la cordura. Pero sus renglones ya están torcidos, ya no pertenecen a este mundo. ¿Acaso sobrevivió? “Durante la caída, el impulso de hacernos preguntas se sentía curiosamente aplastado, la noción de cómo había sucedido parecía ser irrelevante” (p. 87).