Otaberra, de Elisa Victoria

Cuando una filósofa se mete a escritora de ficción no siempre resultan novelas monotemáticas y profundas. Si a esta premisa le añades que Elisa Victoria quería experimentar con la noción del tiempo y los distintos tipos de discurso en un guiño al más allá también para Fernando Marías, igual Otaberra te disloca o incluso te enfada. Como su propio título indica su escritura responde a un impulso, a un arrebato. O en términos fotográficos se revela (¿rebela?) como una exposición a la luz. Aunque bien mirado, ¿cuándo no ocurre así en un acto creativo?

La cosa es que su lectura también es igualmente compulsiva, fragmentaria y escatológica. La excusa argumental es el trauma de la protagonista Renata cuando en 1989 aparece muerto su mejor amigo tras una discusión con él. Aunque en nuestro club de lectura Hora de Té&Libros algunas voces han visto una escritura repetitiva, basada en arquetipos psicológicos y recursos de la historia de la literatura, yo me confieso fan de la forma de contar de Elisa Victoria. Otaberra, no tiene nada que ver con los otros títulos publicados por Blackie Books. Voz de vieja, con el que se dio a conocer, narra de manera tradicional (aunque ya sobresalen sus líneas de fuga) la relación de una niña sevillana con su abuela. Mientras que en Evangelio, la protagonista estudiante de magisterio va a dar con sus prácticas a un aula regida por una monja.

En Otaberra toca muchos temas, con distintas voces, abre muchas puertas, deja hilos colgando y pasea por la sexualidad bizarra como quien se asoma por el cerrojo de un cuarto de baño, recordando sus primeros escritos. Las lectoras han señalado asuntos como la exclusión al diferente marginal, la fractura emocional del más guay que luego es el más atormentado, el estrés post traumático, la disociación del sujeto como respuesta al trauma, la perversión, los miedos o incluso los “tentáculos saliendo por el chirri”.

Este Kraken sexual y recurrente sin embargo, no quita profundidad al personaje, tal y como yo he percibido Otaberra. ¿Cuántas veces has leído que un personaje femenino limpie los restos de su flujo tras masturbarse con la coleta quedando esta pegajosa? Una voz transgresora que juega con metáforas como la de la acequia. Esa corriente acuática que simboliza la vida y la muerte, el deseo y la sumisión.

Sí, en nuestra sesión se dijo mucho que el hilo conductor de Otaberra podría ser el tratamiento del tiempo, el Aion como percepción narrativa y ficticia del acontecimiento desde la emoción, frente al Cronos, que todo lo ordena aunque esté mucho más alejado del evento originario. Ese devenir que muestra como fingimos nuestra identidad en el día a día. Fingo ero sum. Chúpate esa Descartes.

Hasta el punto de no interseccionar con las circunstancias que me rodean. Solo parecen solaparse la conciencia, el relato y la vivencia en las horas muertas. Cuando nadie habla ni mira, ni refleja mi pupila, ni muerde con los dientes. En esas horas de quietud, como podrían ser las 16h, Elisa Victoria, o su alterego Renata, se ve. Que se reconozca ya es otro cantar. Y otro contar que no nos atañe. Pero si habéis visto alguna de Cronenberg o Arrebato, la película, seguro que sí que identificáis esas sensación de alienación, de enajenación mental o de pasajera locura. O de permanente locura.

Otaberra es literatura experimental. Se sale del tiesto. Se desmarca y esto no suele gustar. Aunque para algunas la lectura es fresca y ardiente, no tanto por querer saber ¿cómo se mató el amigo de la protagonista? (que también resuena entre líneas) sino porque te obliga a mirar hacia otro lado, te coloca en un pensamiento divergente, cuestiona, en definitiva, con un arañazo irritante en la pizarra, tu identidad.

«El mensaje que me llega de vuelta a través del objetivo dice que este instante es eterno pero que nos hemos muerto de todas formas y que este momentáneo latido común ha hecho que tenga sentido. Hemos venido a este mundo a encontrarnos, a escondernos en esta habitación y experimentar esta simpleza” (p. 174).