Soy fan, de Sheena Patel

“No soy protagonista en esta comedia romántica marcada por la traición, solo una actriz secundaria. (…) Soy sustituible en mi propia vida. (…) Yo no soy nadie. Soy una fan y por lo tanto puedo ser eliminada de la trama» (p. 19). Fan es un adjetivo de esos curiosos como el verbo “gustar”. Julio Bayón, que fue profesor mío de teoría del conocimiento, dedicó a este tema una clase magistral, de esas que no se olvidan y que quiero traer aquí (con todos mis respetos por la adaptación e interpretación). Según él, el verbo gustar decía tanto de su sujeto como del objeto al que se refería. Es un verbo intersección, nodo, cruce o síntesis de la dualidad básica del conocimiento: el sujeto que conoce y el objeto que es conocido. Fan me recuerda a esta condición en la medida en que el sujeto que enuncia “Soy fan” como reza el título de este libro, se define en esa proyección hacia lo otro, de lo que depende para ser definido.

“Hay un tipo de amor muy cómodo, el de la adulación fanática. Los fans toman a sus héroes. (…) Si transformamos a las personas en símbolos y a continuación creamos una afición en torno a ellas, esas responsabilidades no tenemos que asumirlas nosotros” (p. 206). Encuentro un paralelismo entre este fenómeno fan, obsesivo y altavoz del que habla Sheena Patel, la autora, con el coro trágico griego. En sus intervenciones expresaba las emociones del héroe o de la heroína sirviendo de espejo. La cuestión es que el coro era la palanca para la katarsis, es decir, para la comunión con el público y la subversión de lo sentido y vivido. Por el contrario, situarse en el momento FAN es un temblor, un ECO de la agencia del protagonista, por lo que no permite esa conversión y genera la angustia con la que hemos leído esta novela en la Hora de Té&Libros, en la librería Un mundo feliz.

“Se erige en el núcleo de adoración que le brindan la clase, el dinero y el estatus social. Son atributos que el hombre con el que quiero estar también posee. (…) La mujer con la que estoy obsesionada tuvo una educación de primera categoría. (…) Mi madre habla un francés colonial denominado criollo pero yo no porque mis padres decidieron no hablar sus respectivas lenguas conmigo para no ponerme en una situación de desventaja” (p. 75) La negrita es mía para señalar el anonimato de estos cuerpos que representan estructuras o, mejor dicho, que encarnan esos arquetipos de dominación y opresión. Una forma de disciplinar a la masa tan violenta y eficaz que, como recoge Soy fan, hace que los padres de la protagonista renuncien a hablar su lengua materna con su hija en favor del inglés del imperio.

Este anonimato al que la autora destierra a los objetos de su obsesión es una pequeña venganza. No se merecen un nombre propio porque no se lo han ganado. Son esos cuerpos pero podrían ser cualquier otros. Herederos de grandes fortunas, codeándose con las élites desde su nacimiento y cumpliendo sin escrúpulos los mandatos del capitalismo salvaje. “Dos mujeres blancas privilegiadas hablando de mirar por el planeta y el territorio. (…) A lo mejor la solución no es comprar menos pero comprar de calidad, a lo mejor la solución no es comprar y punto” (p. 110).

Aunque es una lectura incómoda, sesgada y, en ocasiones, con un punto de vista subjetivo en primera persona que no está bien definido, dejando ver los principios morales de la narradora a modo de moraleja, tiene pasajes brillantes, con unos títulos a estudiar, sin mayúscula y alineados en el margen derecho, como al que pertenecen estos extractos: “¿Qué es el gusto? ¿Quién determina la arquitectura del gusto? (…) ¿Quién decide estas cosas? (…) Saber crear un hogar es la guirnalda suprema que corona tu feminidad. (…) ¿No serán las ricas estetas de Instagram una versión más de esa élite que decide lo que es bueno y lo que no, moldeando nuestra realidad,c omo siempre han hecho, solo que con más disimulo gracias a la tecnología, que transmite una percepción de transparencia y democracia? (p. 119)

Por otra parte, Soy fan recoge ese deseo de ser famosa, impuesto a las nuevas generaciones especialmente de manera feroz por la inmediatez de las redes sociales. Y como dice Rozalén con el Tote King en el tema “Gente tóxica”, “no hay lugar para tanto número uno”. “A lo mejor soy como todo el mundo y mi desencanto viene del deseo de ser especial sin ser especial en absoluto. A lo mejor mi meta en la vida es reconciliarme con esto. (…) Soy el trampolín porque no me ha tocado a mí. Soy mediocre” (p. 148). O como siempre me recuerda mi aliada Noemí Genaro, trayendo Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castaneda, se trata de perder importancia. Bajarse del ego y aceptar en su sagrada singularidad los fenómenos de cada milagrosa existencia. Sin el brillo falso, fingido y propio del simulacro de esta sobreexposición a la que nos exponemos de manera constante y que, a su vez, consumimos de manera compulsiva, vaciando de contenido, propósito y sentido a nuestra vida. “Mis facciones se transforman en la máscara de una histérica. Mis ojos reprimen a duras penas el pánico en un rostro rígido. (…) Interpreto un papel a todas horas, el papel de mí misma, qué soy, quién soy. (p. 175).